Leche planchada o Crème brûlée, legado de una madama… ¡que de santa no tenía nada!

FOTOTECA

La creme brulée nacional arribó de la mano de una francesa que se las trajo: espionaje, amores y negociados con cuchara de por medio.

¿Quién dijo que las bondades de la gastronomía nacional sólo tienen arraigo en los recetarios italianos y españoles? Para botón de esta prueba, presentamos un postre con acento francés; aquel que no devino de las cocinas de los conquistadores ni de las de cientos de inmigrantes que, en lo últimos suspiros del siglo XIX, desembarcaran para hacerse la América. No, no. En plena gesta independentista y con los aires de revolución a la vuelta de la esquina, la leche planchada arribó a nuestro país de la mano de una madama. ¿Una delicada y sumisa señora de la alta sociedad? Nada de eso: María Ana Perichón fue, sin dudas, y en el literal sentido de la palabra, una mujer de armas tomar.

La Perichona, y a mucha honra

Pues como de señora bien apenas tenía sus ínfulas, “Madame Perichón” no tardaría en convertirse, para el boca a boca de la Buenos Aires Virreinal, en La Perichona”. Puro escándalo y desvergüenza para las comadronas y mojigatas damas de la alta sociedad colonial. ¡Que se había creído esta recién llegada! Sin embargo, las miradas prejuiciosas, y el chismorreo creado en torno a su figura, poco parecían importarle: doña Perichona se paseaba airosa, imperturbable a las críticas echadas sobre su rudimentario español. Desfilaba su figura por las calles porteñas casi como pavoneándose de una reputación tan pecaminosa que nadie se atrevería a vérselas consigo, cara a cara. Claro que, por detrás, el cotorreo no daba tregua: que negociados turbios, que fama de contrabandista y que sospechas de espía para con su país natal y el mismísimo Reino Unido. ¡Si hasta contactos con el Brasil tenía la muy descarada! Mire que había resultado brava la doña. O al menos, eso se decía. Pero… ¿Quién fue en verdad La Perichona?

Amor bandido, amor vendido

Oriunda de la isla de Reunión, colonia francesa en la que asomó al mundo, allá por 1775, María Ana Perichón tuvo una vida agitada si las hubo. A los 17 años se casó con el irlandés Thomas O’Gorman, con quien arribó a suelo nacional a bordo de la fragata “María Eugenia”, allá por 1797. Claro que, durante el largo periplo, los tortolitos tendrían compañía: la del comerciante don Armando Esteban Perichón, padre de la muchacha. Lo cierto es que, una vez aquí, don Perichón cambió el comercio por la diplomacia, y ofició de intermediario entre las instituciones virreinales y los mercantes extranjeros. Con los ojos bien puestos en las potencias del viejo continente, aquellas que, siempre al acecho de la capital virreinal -algo así como la gallina de los huevos de oro, o del puerto más codiciado-, se frotaban las manos por cualquier información que de aquí proviniese, María Ana fue digna hija ‘e tigre e hizo uso de su buena labia. Claro que, más que diplomacia, lo suyo fue servicio de espionaje, y de primer nivel; porque la Perichona no se andaba con chiquitas: llegó a codearse con altos espías británicos en un sin fin de conspiraciones contra la corona española. Sólo que la valiente Reconquista de Buenos Aires, ante las consecutivas Invasiones Inglesas en 1806 y 1807, no estaba en los planes. Y una vez consumada, Thomas O’Gorman no tuvo mejor idea que huir de la ciudad. ¡Pobre Perichona! Pues, ni lenta ni perezosa, esta malhechora secó sus lágrimas de cocodrilo y halló refugio en los brazos -y la casa- de Santiago de Liniers, héroe de la Reconquista porteña. La mudanza fue un hecho, tanto como las asignaciones de cargos públicos, negociaciones e intercambios de informaciones que, en aquel domicilio conyugal, comenzaron a suscitarse. Tanto endulzaba los oídos a su nuevo amor que hasta lo convenció de cambiar la rendición incondicional de Beresford, comandante inglés durante la segunda invasión, por un acuerdo más benévolo para con el mandamás de los vencidos. ¡Mire que resultó convincente la francesita! Es que “la Petaquita”, como solía llamarla el mismísimo Liniers, era puro fuego. Y quien con él juega…

Después de usted

La Perichona no terminó quemada en la hoguera ni mucho menos, pero sí que le han pegado su buen voleo. Tras ser expulsada de Buenos Aires recaló en Río de Janeiro, donde se convirtió en amante de Lord Stranford, el emperador de Brasil. Como verá, esta buena moza no dejaba títere con cabeza; aunque, más que títeres, María Ana Perichón era experta en apuntar sus cañones a quienes manejaban los hilos del poder. Aquellos con los que siguió tejiendo sus buenas tramoyas. Es que su domicilio comenzó a ser frecuentado por cuanto criollo independista hubiera corrido su misma suerte: el exilio. Sin embargo, María Ana habría de volver. Sólo que con la pólvora mojada, o el cansancio a cuestas de una vida por demás vertiginosa. Esa que tuvo su adiós definitivo a los 72 años. Atrás había quedado La Perichona. La mujer altanera y elucubradora, aquella que nunca esquivó las juiciosas miradas que supieron echarle por sobre sus espaldas. Porque doña Perichón supo ser tan visceral como calculadora. Y si en algo era especialista, era en lucir, durante las tertulias en la casa de Liniers, como una anfitriona extraordinaria, impávida a toda acusación. ¿Empanadas?, ¿dulces?, ¿alguna confitura, tal vez? En toda velada, las delicias provenientes de las cocinas de María Ana desfilaban por entre los invitados a bordo de elegantes bandejas de plata, conquistando adeptos a puro aroma y sabor. ¿Será que su leche planchada habrá terminado de enamorar al galán de Liniers? Quién sabe. Lo que sí sabemos es que esta versión argenta de Crème brûlée  no tiene desperdicio. Porque tras tamaña porción de historia que hoy le servimos, bienvenido sea el postre. Aquel que, dicen que dicen, ha venido a parar a suelo nacional de la mano de esta madama sin igual.

Para seis

  • 6 cucharadas de azúcar
  • 3 cucharadas de fécula de maíz
  • 750 centímetros cúbicos de leche fría
  • Una yema
  • Esencia de vainilla a gusto
  • Miel de caña a gusto

Disuelva la fécula de maíz en un poco de leche fría (lo suficiente como para que la fécula quede bien disuelta). Vuelque en una olla, agregue la leche restante y la yema. Cocine a fuego moderado, sin dejar de mezclar. Cuando vea que la preparación se espesa, cocine sólo por cinco minutos más. Agregue, entonces, tres cucharadas de azúcar y unas gotitas de esencia de vainilla. Mezcle nuevamente y retire. Vierta el contenido en un recipiente y deje enfriar.
Una vez que la preparación de leche esté fría llega el turno del “planchado”. ¿O a qué pensó que debía su nombre? Espolvoree el resto del azúcar sobre su superficie y con ayuda de una planchita caliente -tradicionalmente era de hierro, pero puede ser de cualquier metal- vaya quemando el azúcar. Sólo tiene que apoyar la plancha sobre la crema azucarada, y una “cristalina” cubierta de caramelo se formará poco a poco.
Pase la plancha más de una vez si quiere una superficie bien crujiente y solidificada; o bien pude recurrir a un soplete. El caso está en “quemar” el azúcar.
Corte en porciones, sirva con miel de caña y no olvide dedicar la primera cucharada a las andanzas de quien nos ha dejado este genial legado culinario. ¡A tu provecho, Perichona!