Fue compositor, pianista y director de orquesta. Sin embargo, puede que Roberto Firpo no haya imaginado que todos esos títulos habrían de caberle en la vida aquel día, ese en el que la felicidad tuvo precio: 200 pesos, los que valió su primer piano. Atrás habían quedado los años en que cambió escuela por trabajo junto a su padre, en el almacén de su natal ciudad de La Flores, provincia de Buenos Aires, cuando rondaba los 10 años de edad y comenzó a juntar peso tras peso para hacerse de su más preciada criatura. Todo lo demás sería futuro. Por cierto, tan prometedor como su talento. Y tan revolucionario como la música habría de precisarlo al fin. Roberto Firpo hubo uno solo, y aquí se lo presentamos.
La pasta de un grande
Primero fue el piano, aquel que habría de regalarle el día más feliz de su vida. Luego fue zarpar a destino: Buenos Aires, aunque sin otra certeza que un horizonte más prometedor que los de sus rurales pagos. Por lo que a don Roberto no se le cayeron los anillos a la hora del rebusque: trabajó que dependiente de almacén, peón de lechero, albañil y hasta obrero en una fábrica de calzado. Pero siempre con la música entre ceja y ceja, entre obligación y obligación. Por lo que a los 19 años comenzó a tener sus primero “minutos en primera”, junto a uno de los más grandes pianistas y compositores de la Guardia Vieja: Alfredo Bevilacqua. Y como “los pingos se ven en la cancha”, tras cuatro años de clase junto a don Alfredo, Roberto Firpo se despachó con una serie de composiciones inoxidables para su, entonces, incipiente carrera. Entre ellas, La Gaucha Manuela. Al tiempo que debutó profesionalmente con su piano junto a Francisco Postiglione en violín y Juan Carlos Bazán en clarinete, constituyendo un trío de ¿auspicioso? comienzo. La primera presentación fue nada menos que en lo de Hansen, ¡vaya reducto! Claro, aunque a cambio de tres pesos por noche (¿uno para cada uno?) y el visto bueno para pasar el platito entre el público. Como se dice, por algo se empieza…
No hay dos sin tres
El caso fue que el no tan familiar nombre de Roberto Firpo a la hora de la retrospectiva tanguera nacional, estuvo, sin embargo, envuelto en las mismas bocas que el de dos pesos pesados: Carlos Gardel y José Razzano. Y es que nuestro protagonista tenía con qué. Además de que las coincidencias siempre ayudan, claro está. De hecho, corría el año 1913 cuando Roberto Firpo y su orquesta se abrían camino a punta de éxitos como Sentimiento Criollo, Marejada y De pura cepa. Actuaba para entonces en el Armenonville y, oh casualidades de la historia, el dúo Gardel-Razzano debutaba en aquel mismo escenario. ¡Qué lujo se dieron sin saberlo! Pues estas tres figuras prometían de lo lindo. Tanto, que ya para 1918, cuando Firpo emprendió una gira con su orquesta por Buenos Aires y La Pampa, este par también se sumó a la travesía. Para entonces, don Roberto ya daba cátedra de su talento y los aires románticos que supo imprimirle al tango con su pieza Alma de bohemio. Concebida en 1914 fue, de alguna manera, su catapulta; la más célebre impronta de su sello personal.
Revolucionario
Roberto Firpo causó revolución, sí. Y lo hizo a fuerza de rebeldía, más sin pataletas de por medio. Lo suyo fue sutileza pura, y en el más literal de los sentidos. Hemos dicho, con Alma de bohemio dejó a las claras el romanticismo que pregonaba para un tango ajeno a él, tanto para el mero deleite auditivo como para la danza. Y su instrumento de toda la vida acabó siendo su mejor aliado. Sí, señor@es, pues en pleno auge de las orquestas típicas, Roberto Firpo introdujo el piano como un instrumento fundamental y perenne en ellas. Incluso, haciendo uso del pedal dada la gran resonancia que ello otorga a la música ejecutada. Claro que en la cosmopolita Buenos Aires del siglo XX, la cosa no quedaría allí. Y es que don Roberto habría de animársele al one-step con su versión de Tres moutarde, incursionando así en el jazz y dando un buen empujón a dicho género en suelo nacional. Sin embargo, uno de los más grandes desparpajos de Firpo, aunque atinados como pocos, habría de suceder al otro lado del charco, en tierras charrúas. ¿Lo intuye, acaso? Ciudad de Montevideo, La Giralda, año 1916. Y que el último apague la luz…
La comparsita
En aquel verano montevideano el carnaval hacía de las suyas, como cada año. Y don Gerardo Matos Rodríguez decide escribir una suerte de marcha para La comparsa, peña estudiantil de la que era partícipe. Comparsa, comparsita… ¡cumparsita! El bautizo fue obra y chicaneo de un mozo italiano que, acudiendo al diminutivo para referirse a la peña en cuestión, le pifió a la pronunciación y no pudo decir más que “cumparsita”. Y así quedó nomás. El “la” vino con el boca a boca, para referirla. El caso fue La cumparsita no fue la cumparsita que hoy conocemos hasta entrado el otoño, cuando Roberto Firpo se presentó en La Giralda y un grupo de estudiantes de la peña, en nombre de Matos Rodríguez, le pidió que arreglara la música de la marcha porque, entendían, de ella bien podía aflorar un tango. Firpo, sin embargo, se dio cuenta que faltaban cinco para el peso y, ante los insuficientes acordes, tomó partes de dos obras suyas: casi que su primer amor, La Gaucha Manuela, y Curda Completa. ¡Don Roberto se convertía así en un compositor más de esta célebre pieza! Y ahí nomás la estrenó, esa misma noche, para grabarla luego en septiembre. Sin embargo, ante la negativa Matos Rodríguez de compartir la firma, Roberto Firpo desistió de insistir por su autoría. Y grande fue la injusticia.
Volver a empezar
El hecho es que Roberto Firpo también desistió del tango mismo. Lo abandonó por sorpresa en 1930. Sus raíces camperas hicieron que con el dinero ganado al compás de la música se dedicara a la ganadería, invirtiendo en hacienda. Solo que la crecida del Paraná le jugó en contra, arrasando toda proyección a futuro. La inversión en la bolsa fue su manotazo de ahogado para intentar resarcir la pérdida, pero tampoco tuvo surte y perdió allí lo poco que le quedaba. Más no todo, la música, su talento, seguían allí, en el fondo del armario como un traje que siempre podría volver a calzarse. Y así lo hizo. Es que un empedernido de su pasión musical fue al fin Roberto Firpo. Sin afanes, sin recelo, sin resquemor a empezar de nuevo y seguir. Tan vasta ha sido su labor que, tan nutrido su registro discográfico que, ya en el epílogo de su carrera, a fines de los años ’50, llegó a alcanzar cerca de 3 mil grabaciones.
Unos diez años después de ese récord, en 1969, Roberto Firpo se despidió para siempre. De los escenarios, de la vida. Como quien asume una misión cumplida; una pasión en vida bien vivida. Nadie al fin nos quitará lo oído, lo saboreado. Los sentidos que don Firpo supo avivar con su sello inconfundible y su revolución, tan armónico y modesto como su propio nombre, solapado entre la popularidad los grandes de la historia del tango. Desde estas líneas, no cabía menos que echarle luz.