No crea usted que volvió con la cola entre las patas, pero tras la derrota en la batalla de Oncativo, allá por 1830 (otra más para la colección de enfrentamientos entre unitarios y federales), el tigre de los llanos arribó a Buenos Aires algo más domesticado. Es que Facundo Quiroga y sus fuerzas federales no pudieron con las unitarias de turno, al mando del cordobés José María Paz. Por lo que más valía bajar un poco el perfil. ¿O no tanto? Aunque usted no lo crea, la fiera riojana de barba y patillas rulosas hizo más que buenas migas con los usos y costumbres de la alta sociedad porteña. Eso sí, a convicciones intactas, pero de las tertulias, disfrutando a sus anchas… ¡Mírelo, nomás!
Un tigre suelto en Buenos Aires
Más de un@ habrá pensado que Facundo Quiroga, en una tertulia, sería poco menos que un turco en la neblina. Sin embargo, el tigre tuvo lo suyo. Para empezar, pura presencia. Y aunque para muchos, avasallante, de temer, lo cierto es que lo buenos modos y hasta su apariencia llamaron la atención. Con decirle que se recortó la barba y dejó crecer su bigote para que se le uniera a esa marca registrada tan suya que eran sus patillas. Claro que a la hora de la pilcha tampoco se quedó atrás: puso a descansar su casaca guerrera y se trajeó de la mano de los sastres a los que los más ricachones tertulianos vestían. ¿Qué tal? Cierto en que las tertulias de su amigo y socio, Braulio Costa, don Facundo se sentía como en casa. Pero el hecho es que le agarró el gustito a aquella selecta vida más temprano que tarde, y con vicios incluidos. Timbero de los buenos, las apuestas le hicieron agua la boca. Por lo que no se anduvo con chiquitas: de tú a tú con grandes prestadores supo marcharse a manos llenas y bolsillos vacíos. Pero de galanteos indebidos, ni decir. Lo suyo fue pura caballerosidad para con las damas de entonces.
Defensa ilustre
Así la cosa, entre los negocios y el juego (aún con sus buenas y malas), su cada vez más estrecha relación con la crème de la crème porteña y una salud que ya estaba dando sus acuses de recibo a tanto trajín bélico y político, Facundo Quiroga vio con buenos ojos instalarse en Buenos Aires definitivamente. Por lo que compró una casa acá nomás. Sí, sobre la histórica calle Defensa. Más precisamente, frente al convento de Santo Domingo. Como no podía ser de otra manera, bien cerquita de su amigo Braulio, también sobre Defensa aunque más próximo a la actual Venezuela. Para el lado de la hoy avenida Belgrano, ni más ni menos que la residencia de otro vecino ilustre: Bernardino Rivadavia. Aunque don Facundo no tuvo el gusto porque el ex presi ya se encontraba exiliado para entonces. Sin embargo, más allá de toda vecindad, la casa que compró Facundo Quiroga le es ofrecida por pura necesidad. Era propiedad de don Faustino Lezica, que la había comprado para su casamiento con Florencia Thompson (¿le suena el apellido? Sí, señor@s, la hija de la mismísima Mariquita Sánchez. ¡Vaya si la historia es un pañuelo!). Pero las deudas por la quiebra de sus negocios hicieron que el pobre de Lezica se viera obligado a venderla lo más pronto posible, por lo que el ofrecimiento a Quiroga fue un tiro al blanco.
Entre vecinos
Ya para 1835, el caudillo tertuliano había traído al nuevo hogar a su esposa Dolores Fernández y al resto de l@ hijos que aún estaban con ella. Para entonces, Mercedes Quiroga Fernández tenía apenas ocho años, pero un prometedor futuro. ¿Recuerda esa vieja y querida Farmacia de la zona? Una amiga de este blog… ¡La farmacia La Estrella, cómo no! Propiedad de los Demarchi desde 1838, no fue sino Silvestre, el Demarchi Cónsul, quien contrajo matrimonio con Mercedes. Porque más que en familia, todo queda en el barrio, vio… De hecho, cuando Dolores Fernández muere, ya para 1868, la propiedad de los Quiroga pasa a ser parte de la droguería Demarchi Hnos. ¿Y qué había sido de don Facundo para entonces? ¿Será que alguna vez llegó a habitar la casa en la que decidió proyectar su futuro? Comprenderá usted el por qué de la pregunta. Pero vaya sabiendo que, aunque la crianza de sus hij@s y la vida tertuliana habían dominado su estancia en la ciudad hasta entonces, el tigre llanero que nunca había dejado de ser rugía aún dentro. Y sus enemigos también así lo entendieron…
La emboscada
Corría el año 1834 cuando, ante un conflicto desatado entre las provincias de Salta y Tucumán, el entonces gobernador de Buenos Aires, Vicente Maza, pide a Facundo Quiroga su intervención conciliadora. Y no era de extrañar, ya que el liderazgo caudillista de Quiroga tuvo alcance en todo el norte argentino. El caso es que Facundo decide notificar a Juan Manuel de Rosas de su misión, pidiéndole incluso opinión. A lo que el restaurador supo responder que se trataba de un caso “urgente y necesario”. ¿El principio de una emboscada? Quién sabe. Tan solo que, tras apagar a medias los fuegos del norte, Facundo Quiroga encontró la muerte en su camino de regreso a Buenos Aires, al pasar por Barranca Yaco, Córdoba (sí, la provincia cuyas fuerzas opositoras lo habían derrotado ya en 1830). Santos Pérez, un sicario al servicio de los hermanos Reinafé, dos pesos pesados de la provincia, allegados al gobernador santafesino Estanislao López, interceptó a Quiroga en el camino y acabó con su vida. Y aunque los hermanos fueron capturados y enviados a Buenos Aires, la duda quedó en el aire. ¿Bastó la negativa de Facundo Quiroga a que José Vicente, uno de los Reinafé, liderara la región, tal como el propio López lo había querido, para que ellos idearan su asesinato? ¿O habían sido enviados por el propio gobernador de Santa Fe? ¿Tal vez por Rosas, al considerar urgente u necesaria su partida al norte? Sin embargo, los hermanos nunca apuntaron a nadie más que a sí mismos, asumiendo su condena.
El caudillo de los llanos, el de las patillas y la cabellera indócil; más también ese hombre de tertulias y patillas con bigote partía así dejando mucha vida en el tintero. Una esposa, un@s hijos y una casa que quién sabe si, al menos en días, los hechos de la historia le han permitido habitar. Claro que, a juzgar por la memoria que del caudillo nos queda, a Facundo Quiroga nadie le quita lo batallado. Y sin dudas, tampoco lo “tertuliado”.