Argentino, latinoamericano, precolombino, hispanoamericano. El locro es ese pócker de gentilicios que cabe en una misma cacerola humeante, plato o cazuela; con aires de pertenencia y bien común. Pues, sí, el locro nos cabe a todos y así lo marca su historia, esa que ha ido recogiendo usos, costumbres e ingredientes al andar. Bautizado por los Quechuas como “lukru”, su origen es cien por ciento vegetal, hasta que la fusión tocó su puerta dando vida a tantas variantes como pagos ha conquistado.
Los ingredientes sean unidos…
Lejos de admitir una receta única, el locro ha ido mutando en numerosas versiones, sin que ninguna de ellas prime como “la” verdadera. Husmeando en su más primitiva receta, el locro era un guisado de zapallo, maíz (¡cómo no en Latinoamérica!) y porotos. Pero, colonización mediante, la cocina hispana no habría de quedar al margen: carnes doquier irían a parar a la cacerola, así como los aliños: cebolla y pimentón, en la primera línea de la gastronomía española. ¿Que si hay algo común e inalterable a todas las variaciones posibles? La cocción a fuego lento y durante varias horas, no apta para impacientes; pero que, sin duda alguna, otorga cierto aire ceremonioso.
En la variedad está el sabor
Afincado en nuestro territorio por expansión desde el noroeste (especialmente, por los soldados que desde allí regresaban a sus pagos tras las guerras de la Independencia), el locro también tiene sus preferencias regionales. De allí lo disímil de la carne que puede componerlo: carne de vacuno fresca o seca (el viejo y famoso charqui), vísceras tales como la tripa gorda, mondongo, embutidos y costillas o cuanta parte de cerdo imagine (manos, patas, cola, orejas y cuero, tocino, grasa de pella). ¿Y qué hay de los vegetales? Hemos dicho zapallo (quien más aporta en el “amarillento” color del plato final), porotos y granos de choclo, cuya cantidad de almidón contenido es gran responsable de la consistencia cremosa del locro. Eso sí, la chance de reemplazar al choclo por trigo partido también está. O, incluso, de apostar a ambos sin que anulen su sabor uno con otro.
Con las escarapela puesta
El caso es que si el locro comenzó a “nacionalizarse” en términos geográficos post independencia, no resulta casual que se haya convertido en un símbolo de las fiestas patrias. Sin embargo, no se trató de una causalidad repentina; sino que varios hechos fueron colaborando con el asunto. Pues el locro logra afianzarse, en buena parte, durante el siglo XX. ¿Motivos? La oleada inmigratoria que se produjo del interior a la capital, que dio al locro el “salto” a la gran ciudad; así como los ánimos nacionalistas que se reavivaron con el Centenario: luego de tanto mirar a Europa en el espejo, lo criollo volvía a estar en el candelero, por qué no divinizado. Y el locro fue un claro ejemplo de ello. Sin embargo, los recetarios seguían, y aún hoy, tornándose mundanos por obra y gracia de los más disímiles aportes de la inmigración extranjera. Por lo tanto, la identidad culinaria debió rearmar sus filas en torno a platos emblemáticos, capaz de otorgarle una identidad precisa sobre la mesa. Así fue como, más allá de la supremacía del asado, en torno a la figura del gaucho como referente de las pampas, el locro volvió a reafirmar su lugarcito en la escena gastronómica nacional.
Desde luego, no es ello más que una decantación natural, que un acto de justicia al que los paladares han dado su visto bueno. A fin de cuentas, el locro es el gran sobreviviente, aún en su mutación, de la cocina indígena que se comparte en las fiestas patrias; y que, con su toque de hispanidad a cuesta, también nos recuerda el camino andado. Una fiesta albiceleste en cada nuevo calendario, y una alegría a los sentidos con su calor abrazador. Cucharee y comparta.