Teatro Colón, grande entre los grandes

FOTOTECA

Desde su colosal reconstrucción hasta nuestros días, el Colón se erige como la meca artística de la escena nacional. Pase, vea y disfrute.

Cae la noche del 25 de mayo y las luces se encienden. Corre el otoño del año 1908 y la ventolina hace de las suyas; pero el fresquete no es excusa para ausentarse a la cita: Gran compañía Lírica Italiana presenta Aída, de Giuseppe Verdi. ¿Ya tiene su ticket en mano? No vaya a ser que se quede afuera de semejante velada. Aunque, tal vez, la presentación de turno no sea más que una mera excusa, un estreno para otro estreno. ¡Sí, señores! El nuevo teatro Colón desembarca en la geografía de una esplendorosa Buenos Aires. Aquella que, entre bombos y platillos, entre carruajes y atuendos de gala, levanta el telón de su más reluciente joyita. ¡Que empiece la función!

Fuera abajo, nuevo arriba

Cerrito, Viamonte, Tucumán y Libertad. Sí, sí. Esta es la manzana en la que se levanta nuestro nuevo templo de lírica porteño. Porque la reconstrucción vino con mudanza y todo, vio. Del antiguo Colón, aquel que entre 1857 y 1888 se situara frente a la Plaza de Mayo (allí donde hoy se encuentra el Banco de la Nación), sólo queda el recuerdo…y alguna otra fotografía. Es que las luces de su sucesor supieron acabar con toda nostalgia, si es que hubiera sobrevivido alguna. A juzgar por los años de espera que demandó la nueva y colosal construcción, pareciera que ninguna. Es que lo bueno se hace esperar, o así dicen. Y parece que nuestro protagonista de hoy se tomó muy a pecho el asunto. ¡El Colón comenzó a ser construido 20 años antes de su apertura! Eso sí que es hacerse desear… ¿Y cuál fue el resultado? Una ecléctica criaturita propia del siglo XX, y de las circunstancias que le han tocado en suerte…o no tanta. Francesco Tamburini, Vittorio Meano y Jules Dormal compusieron el trío arquitectos europeos que se pusieron la obra al lomo. Aunque, claro está, no de forma conjunta; sino sucediéndose unos a otros. He aquí el meollo de la cuestión.

Tomala vos, dámela a mi

El primero en poner manos a la obra fue el italiano Tamburini, quien también tuvo a su cargo la remodelación de la Casa de Gobierno. El tema es que el pobre de Franceso murió en 1891, con la construcción aún a medio hacer. ¿Quién fue el encargado de tomar la posta? Meano, su pollo. Un jovenzuelo de 30 años que tampoco se andaba con chiquitas: ¡si fue el “autor” del Congreso de la Nación! Pero lo cierto es que, por cuestiones económicas, el bueno de Vittorio no pudo retomar el asunto hasta el año 1902. Y poco le duró el dulce: dos años más tarde, el talentoso arquitecto fue asesinado a balazos por un ex mucamo que, según se dijo, andaba despechado por su despido. ¿Y en que andaba el Colón para entonces? Casi listo por fuera, pelado por dentro. Llegó entonces el turno de Dormal, quien -apelando a su paladar francés- se encargó del mobiliario, la tapicería, las luminarias, los espejos y todo cuanto detalle interior. Así las cosas, el nuevo teatro resultó ser el digno hijo de sus disímiles creadores: sobria cáscara y suntuoso relleno. Palabras más, palabras menos, una fachada a pura tanada y un interior bien franchute.

De lujo

Claro que la inesperada sucesión de arquitectos no fue la única causante de tamaño tiempo invertido. Pues el nuevo Colón llevaba su buen trabajito. ¿De qué superficie estamos hablando? Poco menos de 38.000 metros cuadrados que, tras las diferentes reformaciones de 1960, se convirtieron en un total que supera los 60.000. ¿Alto número, verdad? Lo cierto es que tal generosa cifra se reparte nada menos que en 14 pisos. Así, como lo oye. Y si el dato no le cierra a simple vista es porque el Colón se extiende hacia donde no se ve: ¡sus dependencias continúan bajo nivel! Todo un mundo subterráneo de estudios, talleres de costura y escenografía, salas de ensayo y depósitos yacen bajo tierra. Mientras que, a la luz de la superficie, el Salón Blanco y el Salón de Bustos (allí donde la memoria de Verdi, Mozart, Beethoven, Wagner, Rossini, Bizet y Gounod dicen presente) son pura distinción. ¡Qué decir del Salón Dorado! Reminiscencia del Grand Foyer de la Ópera de París que, con su ornamentación laminada en oro, sus espléndidas arañas, su mobiliario de lujo, su piso de roble y sus altos espejos -al mejor estilo Versalles- reunía a la crème de la crème porteña antes de cada función. Hablando de Roma, ¿cuánto falta para que empiece? Tranquilo, ya es hora de ingresar al gran auditorio, tomar posiciones…y no dejar de maravillarse.

El número uno

A la una, a las dos y a las… ¡tres! Abra los ojos y descubra el sitio donde el Colón aflora con toda su inmensidad. Allí donde poco menos de 3000 espectadores yacen sentados y otros 700 disfrutan a pie. ¿Tan sólo del espectáculo de turno? Claro que no: la acústica del auditorio convierte al Colón en uno de los diez mejores teatros líricos del mundo (para muchos entendidos, el mejor). La cámara de resonancia y las especiales curvas de reflexión del sonido que ofrece el foso orquestal lo hacen posible. Sin olvidarnos del aporte que ejercen las proporciones arquitectónicas de la sala y la calidad de los materiales. Un combo perfecto por que el mejor sonido viaja a cada rincón de la sala, sin distinción de ubicaciones. Por cierto, ¿ya ha visto cuál será la nuestra en el tan ansiado debut? Mire que si de pie va el asunto hay que “enfilar” hacia las alturas, allí donde no sólo hay espacio para las butacas; sino para quienes se banquen toda la función paraditos y sin chistar. Veamos: sector Cazuela en el 4º piso, 5º nivel para el área Tertulia, 6º para la Galería (aunque aquí todo el mundo tiene su asiento) y por fin llegamos al 7º: el Paraíso. ¿Qué si efectivamente estamos en el cielo? Así lo parece de casi “acariciar” la maravillosa cúpula que pintara Marcel Jambon. Y pensar que un baile de carnaval a celebrarse en los años ‘30 habrá de destruirla a pura humedad…Menos mal que el bueno de Raúl Soldi será capaz de “resucitarla”, allá por 1966. ¿Cómo? Representando en ella 51 estereotipos de personajes teatrales. Dispuestos en ronda, los bailarines, cantantes, músicos y actores nacidos del pincel de Soldi parecen custodiar otra joyita del Colón: la araña central. Confeccionada en bronce a fines del siglo XIX, esta reliquia francesa de siete metros de diámetro cuenta nada menos que con 700 lámparas eléctricas. Si, solo aquí. En el incomparable Colón, en el teatro de los sueños.

Colón para rato

¿Y quiénes han hecho realidad los propios? Un interminable popurrí de artistas y músicos de todo el mundo se han dado el lujo de pisar las tablas del Colón: Plácido Domingo, Kraus, Luciano Pavorotti, Richard Straus, Arturo Toscanini, María Callas, Martha Argerich, Daniel Baremboin, Monserrat Caballé, Astor Piazzolla y el inventario sigue. Aunque sin dejar de mencionar las más importantes compañías de ballet internacional que también se han hecho presente; ni los orgullos nacionales de la danza que también han pasado por aquí, como los grandes de Maximiliano Guerra, Julio Bocca y Eleonora Cassano. Menuda historia la que ha sabido albergar este gigante. Aquel a quien el paso del tiempo ha obligado a apagar las luces en algún que otro momento; para luego volver a encenderlas vestido de estreno y con mejor semblante. Reformas y ampliaciones edilicias, nuevos equipos y mobiliarios. El Colón ha sabido renovarse y refrescarse pero sin perder su esencia. Y allí está la clave de su condición inoxidable. Claro que no toda “cuenta nueva” implica un total “borrón”. Para dar fe de ello, puede darse una vueltita por la pulpería; donde un viejo proyector de los años 60 y sillas que pertenecieran a un bar de nuestro querido Colón han sido rescatadas del olvido. Palabra prohibida para este grande entre los grandes. Ese al que ya no le caben más palabras capaces de graficar tamaña naturaleza: gigante, inmenso, colosal… ¿alguna otra virtud en el tintero? Sí, argentino.

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