Que el mate es una de las más preciadas tradiciones nacionales, no cabe ninguna duda. Que los próceres ya lo tenían claro desde antes de la propia independencia tampoco. Y a las pruebas nos remitimos. Si no, que lo diga el mismísimo San Martín…
Un mate en el camino
Para que tenga una idea, el mate hasta se dio el gustazo de ser parte de la cruzada independentista. Y en el más literal de los sentido. Pues donde había una posta en el camino para quienes viajasen a Tucumán, allí había un mate esperando. Imagine el frío de aquel julio invernal, imagine las ganas de algo calentito con que apaciguar el hambre o, simplemente, entibiar el garguero. Por lo que sí, allí estaban el locro y el mate para apoyar la causa, para ser parte de su historia. Y qué decir de quienes por estos pagos porteños se quedaban, pues en las tertulias la calabacita circulaba de lo lindo. ¿Acaso había pensado que, de haber mate, no sería otro que cocido? Obra de los jesuitas ante el alerta de higiene por compartir bombilla, el mate cocido parecía cortar por lo sano. Sin embargo, de mano en mano y de corazón a corazón pasaba el mate, con su bombilla compartida entre tod@s los tertulian@s. ¿Alguna opción alternativa? Claro que sí, el chocolate caliente. Ese que tanto nos rememora a las fechas patrias. Aunque a decir verdad, se trata de una tradición que comenzó fronteras afuera y algunos años más tarde. Pues fue nada menos que el almirante irlandés Guillermo Brown, quien, el friolento 25 de mayo de 1826, estando con sus hombres en la Guerra del Brasil, decidió que, de conmemorar, no había mejor opción que chocolate caliente. Y así fue servido.
Cafetero viejo, nomás
Para decir verdad, y volviendo a nuestro viejo y querido mate, a San Martín no le gustaban demasiado los verdes. O al menos, no sin agregados, como gauchaje manda. Lo suyo era el mate con café. Y hasta, dicen que dicen, tomaba simplemente café pero dentro del mate y con bombilla. Cierto es que el gran don José era el último en acostarse y en primero en levantarse aun antes de que el sol despuntara sus primeros rayos. Por lo que una dosis de café era más que necesaria. Eso sí, ante sus soldados, mejor no herir orgullos sino demostrar empatía. Por lo que si lo veían con mate en mano, mucho mejor. Lo que se dice, trampa piadosa de un estratega. Y vaya, pues, si sus hombres le respondieron. Eso sí, en la intimidad de su familia, de la mano de su joven esposa, San Martín era simplemente José. Por lo que, pasada la siesta, a eso de las seis de la tarde, no se privaba de caminar junto a ella por la alameda mendocina para tomarse entonces un café, café. ¿También al calor del verano? No señor@s. Cuando febo asomaba bien a lo alto y sus rayos se clavaban en tierra, San Martín iba por helado. Sí, sí. En el 1800’s, helado.
Nieve de verano
Imagine pues, no se trataba del cucurucho de nuestras épocas… De hecho, solía llamarse nieve, pues se trataba de una suerte de espuma helada para la que no era precisa demasiada sofisticación. Es decir, aún en medio del verde llano, lejos de las grandes ciudades, era posible hacerse de ella. Verá por qué se los digo: la nieve de entonces no era más que leche, solo leche. Colocada en tarros de lata o zinc, envueltos éstos en cueros de carnero mojados con agua de salitre, tan simplemente se los llevaba montados en caballos por unos cuantos kilómetros. Y sí, con tanto movimiento en latón frío, la leche se espumaba y congelaba. Por lo que solo restaba entonces un toque de sabor con canela u azúcar. Claro que después aparecieron las máquinas de helados, para quienes tenían acceso a ellas. De hecho, cuenta la historia que, en ocasión de recibir a Domingo Sarmiento por conmemoración de la batalla de Caseros, Justo José de Urquiza había recibido ya en su palacio una de las máquina en cuestión. Enviada por uno de sus yernos entrerrianos, Simón de Santa Cruz, hasta fue acompañada por una nota de puño y letra del propio Simón. De modo que, se cree, ambas históricas figuras sortearon el calor de aquel 3 de febrero heladito de por medio. ¿Qué tal?
Como verá, hay una historia de tras de la historia, un tras bambalinas tan cotidiano como el suyo y el nuestro. Aunque no por ello menos rescatable, menos recordable. El mate nuestro de cada día, así como tantas otras sabrosas costumbres, hizo de las suyas allí donde nadie veía, donde los más acartonados personajes de manual simplemente eran, sin portación de cucardas. Donde la historia grande estaba a punto de ser escrita, esa que se vale de lo tan simple como lo que hoy contamos. Así que ya lo sabe, mate en mano, café, chocolate o nieve, siempre ¡salud!